Vivimos tiempos donde lo pedagógico ha sido reducido, muchas veces, a técnicas, planillas y burocracias. A palabras que suenan bien en los papeles, pero que no transforman nada. A estrategias para enseñar lo mismo de siempre, con nuevos nombres. Pero… ¿y si educar también fuera un acto de revolución? ¿Y si repensar la pedagogía fuera tan urgente como cuestionar cualquier otra estructura de poder?

La idea de motivar
Durante años nos repitieron que el problema de los estudiantes era la falta de motivación. Que si no prestan atención, es porque no están lo suficientemente estimulados. Que si no cumplen, es porque no entienden el valor de aprender. Y entonces, desde ese diagnóstico, se inventaron mil y una técnicas para motivar. Gamificación. Aulas invertidas. Stickers. Puntos. Tizas de colores.
Pero… ¿y si no se tratara de motivar?
¿Y si los chicos no necesitaran más estímulos externos, sino menos obstáculos internos?
¿Qué pasaría si en lugar de inventar formas de encantar a los estudiantes, les permitiéramos seguir el hilo de su propia curiosidad? Porque la curiosidad ya está ahí. Solo que muchas veces la escuela se encarga de adormecerla, de interrumpirla, de formatearla.
¿Déficit o lucidez?
A veces me pregunto cuántos chicos y chicas han sido diagnosticados con déficit de atención cuando, en realidad, lo que tienen es un exceso de lucidez. No se desconectan porque “no puedan sostener la atención”, sino porque no toleran la superficialidad, la repetición, el sinsentido.
Hay mentes que se apagan cuando las forzamos a caminar más lento de lo que piensan. O cuando las obligamos a aprender en línea recta, cuando su naturaleza es la espiral, la red, el salto cuántico. Hay estudiantes que no pueden fingir interés por algo que sienten vacío. No porque sean vagos, ni problemáticos. Sino porque sienten, con total claridad, que su tiempo vale más que eso.
No están “desmotivados”. Están desilusionados.
Educar como acto de resistencia
Y entonces, ¿qué hacemos con esto?
Lo más fácil es mirar hacia otro lado. Decir que son casos aislados. Que hay que “ponerles límites”. Que la escuela no puede adaptarse a cada uno. Que todos tenemos que pasar por lo mismo, como si lo uniforme fuera lo justo. Pero si ya sabemos que no todos aprenden igual, que no todos sienten igual, que no todos necesitan lo mismo… ¿por qué seguimos actuando como si sí?
La respuesta, a veces, da miedo: porque cambiar el sistema implicaría admitir que está fallando. Que hace rato dejó de estar al servicio del aprendizaje real. Y eso incomoda. Porque es más fácil seguir haciendo como que funciona, que asumir que necesitamos otra cosa. Algo nuevo. Algo verdaderamente transformador.
Y ahí es donde lo pedagógico se vuelve político. No partidario, sino existencial.
Cuando educás desde la escucha, desde el respeto a la diferencia, desde la posibilidad real de elegir, estás haciendo mucho más que enseñar contenidos. Estás reparando. Estás habilitando caminos. Estás resistiendo.
El futuro se juega en las aulas
La revolución no siempre tiene pancartas. A veces tiene crayones. O un niño que pregunta “¿Por qué?”. Y un adulto que, en lugar de callarlo, le dice: “Buena pregunta. Vamos a buscar la respuesta juntos”.
Tal vez no se trate de motivar.
Tal vez se trate de no apagar la llama.
De sacar del medio lo que entorpece.
De crear un espacio donde lo pedagógico no sea una jaula, sino una puerta.
Y sí… eso también puede ser revolucionario.